Salud al Margen

Literatura con salud

El último estornudo de un pesimista

IRONIAS DEL AUTODIAGNOSTICO...
Relato «Estornudo»; extraído de los Cuentos completos, de Mario Benedetti. Madrid, Seix Barral: 1994.

Mario Benedetti nació en Tacuarembó en 1920. Vivió en Montevideo, Buenos Aires, Barcelona (exiliado de su país ) y de nuevo en la capital uruguaya. Ha escrito relatos (Montevideanos), novelas (Gracias por el fuego, La tregua), ensayo y poesía. «Al perderte yo a ti / los dos hemos perdido...» son por ejemplo dos versos mágicos que ningún lector en castellano puede olvidar, como otros equivalentes de Rubén, Bécquer o Amado Nervo. Pero quizá Benedetti sea, por sobre todo, la voz colectiva de Montevideo; esa ciudad de cafés, de bellas ramblas y de amistades interminables.

Cuando Agustín sintió un fuerte dolor en el pecho, anunció de inmediato a sus familiares: «Esto es un infarto.» Sin embargo, el médico diagnosticó aerofagia. El dolor se aplacó con una cocacola y el regüeldo correspondiente. Fue en esa ocasión que Agustín advirtió por vez primera que la forma más eficaz de exorcizar las dolencias graves era, lisa y llanamente, nombrarlas. Sólo así, agitando su nombre como la cruz ante el demonio, se conseguía que las enfermedades huyeran despavoridas.

Un año después, Agustín tuvo una intensa punzada en el riñón izquierdo y, ni corto ni perezoso, se autodiagnosticó: «Cáncer.» Pero era apenas un cálculo, sonoramente expulsado días más tarde, tras varias infusiones de quebra pedra.

Pasados ocho meses el ramalazo fue en el vientre y, como era previsible, Agustín no vaciló en augurarse: «Oclusión intestinal.» Era tan sólo una indigestión, provocada por una consistente y gravosa paella.

Y así fue ocurriendo, en sucesivas ocasiones, con presuntos síntomas de hemiplejía, triquinosis, peritonitis, difteria, síndrome de inmunodeficiencia adquirida, meningitis, etcétera. En todos los casos, el mero hecho de nombrar la anunciada dolencia tuvo el buscado efecto de exorcismo.

No obstante, una noche invernal en que Agustín celebraba con sus amigos en un restaurante céntrico sus bodas de plata con la Enseñanza (olvidé consignar que era un destacado profesor de historia), alguien abrió inadvertidamente una ventana, se produjo una fuerte corriente de aire y Agustín estornudó compulsivo y estentóreamente. Su rostro pareció congestionarse, quiso echar mano a su pañuelo e intentó decir algo, pero de pronto su cabeza se inclinó hacia adelante. Para el estupor de todos los presentes, allí quedó Agustín, muerto de toda mortandad. Y ello porque no tuvo tiempo de nombrar, exorcizándolo, su estornudo terminal.


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