Salud al Margen

Literatura con salud

El misterio de un cuerpo con nombre y sin historia

Fragmentos de «Simeón Calamaris»; en Moscas, árboles y hombres, de Arturo Uslar Pietri. Ed. Planeta,
Barcelona: 1973. El relato ha sido extractado y subtitulado por la redacción de Salud(i)Ciencia.


Arturo Uslar Pietri es el más brillante de los escritores venezolanos de la generación siguiente a la de Rómulo Gallegos. Nacido en Caracas en 1906, ejerció el periodismo y la política; ha escrito cuentos, novelas –entre ellas una de larga fama, Las lanzas coloradas, sobre la guerra de Independencia–, ensayos y teatro. El presente relato registra con rara agudeza el cúmulo de sentimientos que asalta a un estudiante de medicina ante su primera práctica de disección.

 

Era su primer cadáver.

Casi no podía ver otra cosa que aquella estrecha mesa de disección sobre la que la lona que cubría el cuerpo formaba una pelada cordillera, como las de los paisajes de la luna. Era como si no hubiera más nadie en la espaciosa sala. Ni siquiera el compañero de trabajo había llegado. No había para él sino aquella rugosa e informe masa blanca de la tela. Debajo estaba el cadáver.
También era blanca su bata de estudiante y estaban blancas y frías sus manos debajo de los guantes de caucho transparente. Levantó lentamente el borde superior y apareció la cabeza del muerto. Era un hombre maduro; tal vez prematuramente envejecido. Tenía marcas y arrugas en el rostro. Fuertes estrías o surcos, como se les forman a las gentes que viven al sol o al viento. Podía ser un marinero, o un campesino o un peón de albañilería. Gente de andamio en pleno sol. O un mendigo. Calle arriba y calle abajo, jornada tras jornada.
Le habían adjudicado ese cadáver, así como le habían entregado una bata y unos guantes y un equipo de pinzas, sierras y cuchillas. Podían haber sido cuarenta, o cuarenta y cinco, o cincuenta años, los que aquel hombre había andado en la vida. De todo lo que había pasado por aquel cuerpo no quedaban sino vagos indicios. Con lentitud levantó la lona y lo descubrió hasta medio cuerpo. Sintió el pudor de desnudarlo por entero. Tenía el pecho ancho y poderoso, una estructura de luchador y de faenero. No se le veía huella de herida ni de golpe. Había que verle las manos; pero antes miró con temor una placa de plástico que, atada a una cuerda, le pendía de la muñeca izquierda. Escrito a mano con torcidas letras de imprenta estaba el nombre: «Simeón Calamaris».

Un hombre venido de lejos

Con voz queda, inclinándose hacia el oído del muerto, dijo como llamando:

–Simeón Calamaris.

No pasó nada. En vida se hubiera sacudido, hubiera vuelto el rostro con asombro: alguien lo llamaba por su nombre. Hubiera vuelto el rostro con sorpresa y hasta con agrado: alguien lo conocía y lo llamaba. Pero ahora era como si nadie lo llamara. Aquel pabellón auditivo que había sido tan extraordinariamente sensible a aquellas dos palabras las dejaba pasar como si no las conociera. Era menos que un perro con el nombre en el collar; un perro habría correspondido con un movimiento del rabo.

–No eras muy grande, Simeón Calamaris.

No era un nombre común en el país. Sonaba a cosa lejana y desconocida. Podía ser un nombre de griego o de sefardita, de Corfú o de Salónica, o de gente de Alejandría, de Beirut o de Estambul. Con aquel nombre tan excitante y rico había venido aquel hombre de alguna ciudad con minaretes y ruinas griegas e iglesias bizantinas. De una ciudad blanca y rosa, con finas torres, pobladas de turistas, prostitutas y contrabandistas; con mar, olivares, pinos parasoles, cedros y velas. ¿Cuál sería la lengua de Simeón Calamaris? Ni siquiera una lengua establecida, sino algún dialecto de ensenada del Mediterráneo oriental. Era lo que los viejos libros llamaban un hombre del Levante; un levantino.
Debió ser larga y tortuosa la peregrinación que trajo el cuerpo de Simeón Calamaris de aquel puerto de pasas, aceite y vino, al través de las penínsulas dentadas de Europa y más allá del Atlántico Norte y de las Antillas, hasta aquella mesa de disección anatómica de la Escuela de Medicina, para entregárselo a él. Volvió a observar que no tenía ni herida ni golpe visible. Debió morir repentinamente; un dolor brusco en el corazón, la ruptura de unas venas y se había quedado en el suelo de la calle, o en la cama de la posada con la frase sin terminar, con la diligencia sin hacer, con el recado sin dar, con la promesa sin cumplir, con la espera sin llegar. El nombre lo hallarían en el registro de la posada, en un papel en el bolsillo o en la dirección de una vieja carta.
Ahora estaba allí para él. Era como suyo. Le había sido dado y entregado. Era curioso lo que sentía; nada ni nadie habíale sido dado tan totalmente como aquel cuerpo. Le pertenecía de un modo más completo y final que sus padres, que su hermana, que su casa, que sus amigos. Simeón Calamaris era sólo suyo.
Sintió, con la sorpresa de quien despierta, que había llegado su compañero de estudios. Lo vio como si fuera la primera vez; era una cara que se movía y hablaba, un cuerpo que gesticulaba. El compañero había terminado de escoger instrumentos en la mesa, y ahora le hablaba:

–Vamos a empezar por el cráneo. Coge la sierra.


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