Salud al Margen

Literatura con salud

UN SIMPLE QUISTE EN EL ABDOMEN

De La ciudadela, novela de A. J. Cronin. Orfebre, Buenos Aires, 1957


En las sucesivas entregas de esta sección, destinada a las letras y su relación con la medicina, hemos procurado ofrecer trabajos de las mejores plumas de Iberoamérica y el mundo. Quedaba fuera el amplio campo de la novelística popular, muy rica en producciones sobre el tema. Hoy reparamos esa omisión incluyendo una vigorosa escena de Archibald Joseph Cronin (1896-1981), médico y escritor escocés. El autor pinta las trágicas consecuencias de la impericia médica y el dilema ético de muchos profesionales que, por derivaciones del tratamiento, deben dejar a sus pacientes en manos de colegas que no están a la altura de ese cometido.


"La intervención fue fijada para el viernes y, ya que Ivory, el cirujano, no podía llegar temprano, se señaló una hora extraordinariamente avanzada: las dos de la tarde.Manson, el médico clínico, llegó pronto a la clínica de Brunsland Square; Ivory lo hizo puntualmente, en compañía del anestesista. Cuidó de que su chofer entrara su gran maletínde instrumentos operatorios y, aunque evidentemente se formó una idea pobre de la clínica, sus maneras siguieron siendo tan suaves como de costumbre. El enfermo entró por sus pasos con resuelta alegría, se quitó su bata, que una de las enfermeras llevó para afuera, y trepó a la angosta mesa. Convencido de que tenía que someterse a la prueba, había llegado a mirarla con valor. Antes de que el anestesista le colocara la máscara, díjole sonriendo a Manson:-Seré otro después de esto.Un momento más tarde había cerrado sus ojos y absorbía casi ansiosamente el éter en profundas inspiraciones. La enfermera quitó las vendas. Apareció el área enyodada, hinchada, una protuberancia brillante. Ivory se dispuso a intervenir.Comenzó con algunas inyecciones espectaculares y profundas en los músculos lumbares.-Previendo el shock - díjole gravemente a Manson-. Siempre lo acostumbro.De inmediato comenzó el verdadero trabajo.El corte central fue ancho y enseguida, casi ridículamente, se descubrió el mal. El quiste oscilaba en medio de la abertura, como una pelota mojada. Si algo podía halagar el amor propio de Manson era esta justificación de su diagnóstico.

Pensó en que el paciente se sentiría muy bien una vez liberado de este molesto accesorio y, recordando a sus enfermos de turno, miró a hurtadillas su reloj.Interin, Ivory, a su manera magistral, jugaba con la pelota, tratando imperturbablemente de llegar con las manos hasta el punto de adherencia, fracasando sin inmutarse. Toda vez que lo intentó, la bola se le resbaló. No lo ensayó una vez, sino veinte veces.Manson miraba nervioso a Ivory, pensando: ¿qué hace este hombre? No había mucho espacio en que maniobrar en el abdomen, pero era suficiente. Había visto a Denny, a Llewellyn, a una decena de doctores más en su antiguo hospital, manipulando expertamente en mucho menos espacio. Era el arte del cirujano palpar en las posiciones más difíciles. De pronto se dio cuenta de que esta era la primera operación abdominal que Ivory realizaba a su pedido.Disimuladamente guardó el reloj y se inclinó más hacia la mesa, casi rígidamente.El operador se esforzaba por alcanzar la parte posterior del quiste, todavía tranquilo, sereno. La señorita Buxton y una enfermera joven estaban confiadamente cerca, sin saber mucho de nada. El anestesista, un hombre maduro algo canoso, acariciaba con su pulgar el tapón del frasco. La atmósfera de la pequeña pieza de techo de vidrio estaba enteramente serena. No había sensación alguna de tensión o tragedia. Era una operación sencilla, que estaría terminada en pocos minutos.Ivory, con una débil sonrisa, como de satisfacción, renunció al intento de ubicar el punto de inserción del tumor. La enfermera joven lo miró humildemente cuando pidió el bisturí. Ivory lo tomó con un movimiento reposado. Acaso nunca más que ahora había sido el gran cirujano de las novelas. Bisturí en mano, antes de que Manson previera su intención, dio un fuerte corte a la pared brillante del quiste.

Después de eso todo anduvo rápido.El quiste, al explotar, lanzó al aire gran cantidad de sangre envenenada, volcando su contenido en la cavidad abdominal. En un instante la esfera redonda, tensa, se trocó en una bolsa fláccida de tejido, en medio de una masa de sangre gorgoteante. La señora Buxton, como enloquecida, buscó las esponjas de hilas. El anestesista se irguió de repente. Ivory pidió gravemente:-Grampas, por favor.Estremecido de horror, Manson vio que Ivory, sin poder alcanzar el pedículo de la ligadura, había tajado el quiste, ciegamente, despreocupadamente.

Y era un quiste hemorrágico.-Esponjas de hilas, por favor -dijo Ivory con tono impasible. Palpaba en medio de todo aquello, procurando comprimir el pedículo, limpiando la cavidad anegada de sangre, apretando, sin conseguir parar la hemorragia.Manson tuvo la intuición inmediata de lo que ocurría. Pensó: «Dios todopoderoso. Este hombre no sabe operar, no debió operar en modo alguno».Con su dedo en la carótida, el anestesista murmuró con voz suave, temerosa:-Parece que se va, Ivory.Este, abandonando las grampas, llenó de gasas la cavidad del vientre. Comenzó a suturar la gran incisión. No había hinchazón ahora. El estómago estaba vacío, hundido, pálido, por la sencilla razón de que el enfermo había fallecido.-Ha muerto- dijo finalmente el anestesista.En ese momento Ivory dio su última puntada. Aseguró metódicamente la sutura con clips y se volvió hacia la bandeja de instrumentos para dejar las tijeras.-Es una lástima -dijo con su voz mesurada, mientras se quitaba el delantal-. Evidentemente fue un shock... ¿No le parece, Gray?El anestesista refunfuñó una respuesta. Estaba ocupado desmontando su aparato.Manson siguió a Ivory escaleras abajo, en dirección a la sala de espera.-Estimada señora -dijo el cirujano en tono compasivo-, temo... tememos tener que darle malas noticias.La pobre mujer se retorció las manos.-¿Cómo?-Su desafortunado marido, señora Vidler, a pesar de todo lo que hicimos por él...Abatida, la señora Vidler se desplomó sobre la silla, con el rostro pálido y las manos agarrotadas.-¡Harry! -Gimió con voz desgarradora-. ¡Harry!-Puedo asegurarle -prosiguió Ivory-, que ningún poder sobre la tierra hubiera podido salvarlo.-Eso es lo más consolador que usted pudiera haberme dicho, doctor- dijo ella, a través de sus lágrimas.-Le mandaré una religiosa.Ivory salió de la sala y una vez más Andrés lo siguió. En el extremo del corredor estaba la oficina vacía, cuya puerta se hallaba abierta. Ivory entró y buscó la cigarrera.-Bueno, está terminado -reflexionó fríamente-.

Lo lamento, Manson. No creí que ese quiste fuera hemorrágico.

Pera estas cosas ocurren en los servicios mejor atendidos, usted sabe."

«El descenso»
Ricardo Daniel Celma, «El descenso»,
óleo, 2001.
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