DE LA LIPOFOBIA AL LIPOFOBISMO: IMAGENES Y EXPERIENCIAS EN TORNO DE LA OBESIDAD
(especial para SIIC © Derechos reservados)


Las motivaciones no racionales que guían las elecciones alimentarias de los jóvenes, la falta de educación nutricional o el ejercicio regular insuficiente son los argumentos biomédicos más comunes para explicar el aumento de la obesidad juvenil.
Autor:
Mabel Gracia Arnaiz
Columnista Experta de SIIC
Institución:
Universitat Rovira i Virgili Artículos publicados por Mabel Gracia Arnaiz
Recepción del artículo
29 de Noviembre, 2013
Aprobación
15 de Enero, 2014
Primera edición
26 de Marzo, 2014
Segunda edición, ampliada y corregida
7 de Junio, 2021

Resumen
Mediante un estudio etnográfico en la red asistencial de Cataluña (España), se analizan las experiencias y representaciones sobre la gordura entre profesionales de la salud y jóvenes diagnosticados de obesidad. Se plantea que el rechazo hacia las personas gordas ha aumentando, en coincidencia no sólo con la reprobación moral del exceso (corporal o alimentario) o con la mercantilización de la delgadez y la salud, sino con la reciente definición de la obesidad en tanto que enfermedad. La concepción biomédica de la obesidad se acompaña de una notable ambivalencia. Si bien las personas gordas son consideradas, por un lado, víctimas de una sociedad permisiva y consumista, por otro, son identificadas como transgresoras de los patrones normativos establecidos para prevenirla -la dieta óptima y el peso normal o saludable- y, en consecuencia, culpables de su enfermedad. En el caso de los jóvenes, mientras que durante la infancia la responsabilidad de estar gordo se fija, primero, en torno de la familia y sus hábitos alimentarios y de la actividad física, durante la adolescencia y la juventud la culpabilidad se subjetiviza y la causalidad se fija en relación con la adecuación, o no, de las conductas individuales. Las motivaciones no racionales que guían las elecciones alimentarias de los jóvenes, la falta de educación nutricional o el ejercicio regular insuficiente son los argumentos biomédicos más comunes para explicar, de forma reduccionista, el aumento de la obesidad juvenil.

Palabras clave
obesidad, patrones culturales, medicalización, jóvenes, estigmatización

Abstract
By means of an ethnographic study of obesity in clinical spaces, this paper analyzes representations of fatness and the experience of being overweight among young people and health professionals in Catalonia (Spain). The analysis demonstrates that increasing social rejection of fat persons can be traced not only to moralizing discourses on “excessive” body weight and/or food consumption or the conflation and commodification of slenderness, fitness and good health, but also to the recent redefinition of obesity as a disease. The biomedical concept of obesity is accompanied by significant ambivalence. If fat persons are considered to be victims of a permissive consumer society, they are also identified as persons who have transgressed the normative patterns designed to prevent obesity: a balanced diet and “normal” healthy body weight. The responsibility for childhood obesity is assigned to the family’s eating habits and level of physical activity, but in adolescence and young adulthood causality and blame are shifted to individual behavior and the degree to which it departs from these norms. As the paper shows, non-rational motivations shaping the food choices of young people, lack of nutritional education, and insufficient exercise are the most common biomedical arguments used to explain, in a limited and reductionistic fashion, the increase in juvenile obesity.


Key words
obesity, culture patterns, medicalization, youth, stigmatization


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DE LA LIPOFOBIA AL LIPOFOBISMO: IMAGENES Y EXPERIENCIAS EN TORNO DE LA OBESIDAD
(especial para SIIC © Derechos reservados)

Introducción
Como parte de una línea de investigación más amplia cuyo objetivo es comprender cómo y por qué determinados comportamientos alimentarios y prácticas corporales devienen problemáticas, en este artículo se analizan las experiencias y representaciones de la gordura entre profesionales sanitarios y jóvenes diagnosticados de sobrepeso y obesidad en la red asistencial de Cataluña (España).a Si en estudios anteriores se debatió sobre las dimensiones sociales de la delgadez, en este trabajo se examinan algunos de los significados que se han ido construyendo en torno de la gordura.

En primer lugar, se aborda sintéticamente la progresión del fenómeno de la lipofobia hacia el lipofobismo como consecuencia de la problematización social, económica y médica de la obesidad y del triunfo de lo que podría considerarse un nuevo mandamiento: no engordarás. Las ideas sobre la gordura son reprobadoras por dos razones principales. Por un lado, por la persistencia en el Occidente cristiano de una asociación de la gordura con la glotonería, vista como exceso del sujeto que rompe con la virtud de la moderación, y con la pereza, entendida como defecto del individuo que cuestiona la lógica del trabajo y del mercado. Por otro lado, por la definición relativamente reciente de la obesidad como una enfermedad evitable que aparece, según la literatura epidemiológica, asociada a estilos de vida inadecuados con efectos graves en la salud y esperanza de vida de quienes la padecen, así como en los costos sanitarios. En Cataluña, la patologización de la gordura se impregna simultáneamente de juicios morales y económicos y de evidencias científicas. En segundo lugar, se analizan dos miradas en relación con la obesidad y los obesos, determinadas por esta encrucijada ideológica:b aquella que procede de los profesionales de la salud y la que refleja la visión de los jóvenes diagnosticados en relación con la enfermedad y su tratamiento. Los especialistas centran su intervención casi exclusivamente en torno de los hábitos alimentarios de sus pacientes, reprobándolos y considerándolos responsables de su estado, mientras dejan de lado las dimensiones contextuales e incluso personales que han originado el sobrepeso. Por su parte, ideas semejantes sobre la causalidad y la responsabilidad se recogen en el discurso de los jóvenes obesos. La creencia de que, efectivamente, ellos se han desviado voluntariamente de los patrones dietéticos y ponderales favorece la desconsideración médica, social y subjetiva, de tal manera que la estigmatización del paciente obeso deviene un círculo vicioso: las víctimas aceptan y consideran normales las incriminaciones recibidas y se autoculpan de su estado y de su incompetencia para evitarlo. El punto más disonante entre ambas miradas es que la mayoría de los jóvenes no viven la obesidad como una enfermedad ni ellos se consideran enfermos. Se trata, más bien, de un estado corporal no deseable que les proporciona un mal más moral que físico. No comerás, no engordarás: la gordura como metáfora de la abundancia.
No se pueden comprender algunas de las representaciones contemporáneas de la gordura sin ubicarla en los contextos que la dotan de sentido. A menudo, los modelos corporales se han relacionado con maneras de comer específicas y han adquirido, sin embargo, significados contradictorios según el lugar y el momento histórico. Se sabe que los comportamientos alimentarios son tantos como variados y se manifiestan al expresar qué significa comer, de qué sirve la comida a las personas o por qué comemos. Comer, en este sentido, constituye un medio para comunicarse e identificarse con otras personas. Podemos manifestar agradecimiento, aceptación, interés o rango respecto de nuestros convidados, familiares o amigos distribuyendo alimentos o compartiendo con ellos una comida. Por eso comemos ciertas comidas, a menudo diferentes y más abundantes, en ocasiones especiales: fiestas religiosas, acontecimientos personales, celebraciones locales. Los abundantes banquetes romanos y la recurrente práctica del vómito reflejaron los excesos que pudo permitirse la rica aristocracia, del mismo modo que durante la Edad Media los nobles y terratenientes ingleses se sentaron a la mesa para ingerir festines consistentes en veinte o treinta platos distintos de carnes de diversos tipos con el propósito sociopolítico de simbolizar el poder ejercido sobre el pueblo llano. Por su parte, la generosidad expresada a través de la alimentación es, todavía hoy, central en numerosas sociedades. En ciertas islas del Pacífico, la comida se prepara en grandes cantidades ante las expectativas de que una o más personas puedan acudir: “una buena comida es aquella en la que al finalizar todos sus participantes remarcan que están bien hartos y que han gozado de una excelente compañía”. Estas prácticas de consumo abundante tienen menos que ver con la necesidad de llenar el cuerpo de energía que con las condiciones materiales y las representaciones simbólicas que articulan las relaciones sociales en las diferentes sociedades. Observar que el alimento no es simplemente algo para nutrir no significa que obviemos que también es una sustancia para comer, en el sentido de que, efectivamente, es el combustible que necesita el depósito de nuestro organismo biológico para funcionar y que, cuando escasea durante períodos prolongados de tiempo, se corre el peligro de morir de hambre. Hambre hay, como señala Mintz, de muchos tipos. En ocasiones, como en los períodos de carestía, podemos abstenernos de algunos alimentos o no comer las cantidades habituales. Ayunar, por ejemplo, es un medio por el cual se puede descubrir el poder de la comida, como puede haberlo experimentado quien haya dejado de comer voluntariamente incluso durante un sólo día. Tener que ayunar porque no hay nada que comer o hay poco, como les sucede a millones de personas hoy en día, es el modo más dramático de conocer el alcance de dicho poder. Los alimentos y sus significados, en consecuencia, tienen una ambivalencia profunda, ya que tanto son reconfortantes y fuente de enorme satisfacción como de intensa incomodidad o padecimiento. Así, para determinadas personas, comer mucho o dejar de hacerlo puede convertirse, en función de experiencias más o menos complejas, en algo doloroso e incluso desagradable o, por el contrario, en una forma de medir las propias fuerzas y capacidades, respondiendo, a través de los usos dados a la comida y al cuerpo, a las estructuras materiales y simbólicas que la cultura representa. Un ejemplo de dicha ambivalencia y de la tensión que ésta puede generar se manifiesta, como veremos aquí, en los comportamientos alimentarios asociados con la obesidad.

Por su dimensión diacrónica y comparativa, buena parte de los estudios históricos y etnográficos sobre prácticas alimentarias y corporales han constatado que los comportamientos de restricción o hartazgo que hoy se conciben como patológicos, en épocas anteriores y entre determinados grupos sociales fueron incluso admirados y, lo más importante, fueron experiencias no vividas ni calificadas como enfermedad. En relación con la corpulencia, estos trabajos señalan que estar gordo, por un lado, y comer abundantemente, por el otro, no sólo no se han considerado una enfermedad o conductas reprobables, sino todo lo contrario. La gordura ha sido bienvenida, y lo es todavía, en numerosas sociedades. La glotonería y los hartazgos pueden ser una práctica socialmente aceptada e incluso valorada que, además, no todo el mundo puede permitirse. En los contextos donde los períodos de escasez alimentaria no son inusuales, las personas corpulentas han tenido más probabilidades de sobrevivir. Mientras que estar delgado se ha asociado a enfermedades temibles, estar gordo ha denotado status y, a menudo, belleza o atractivo sexual. En las sociedades industrializadas, contrariamente, la lipofobia, entendida como el rechazo sistemático de las grasas y el temor a engordar, constituye un fenómeno relativamente reciente. Y subrayamos que es relativamente reciente, porque si bien la preocupación por el peso y las formas corporales aumenta durante el siglo XX, la problematización del exceso no es en absoluto actual. Ya en la antigüedad clásica y en la tradición judeocristiana los imaginarios culturales en torno de la gordura fueron ambivalentes, oscilando entre la burla y el menosprecio, el respeto y la diversión o la sensualidad y la salud. Aunque la biomedicina ha tendido a negar el papel que desempeñan estos imaginarios al creer que sus definiciones de enfermedad están alejadas de los fundamentos éticos o estéticos, lo cierto es que sus concepciones de la gordura están en buena parte influidas por las maneras de hacer y pensar predominantes en cada contexto. Ciertamente, el exceso de peso y sus posibles riesgos sanitarios ya habían llamado la atención a los médicos de la antigüedad. Hipócrates la relacionó con la muerte súbita y la esterilidad, y Celso vinculó las barrigas prominentes de les élites con la ingesta abundante de dulces y grasas. También la gordura interesó a los médicos de la edad media, que establecieron relaciones entre el exceso de peso y el consumo de alimentos. En los diccionarios médicos, la obesidad empezó a ser incluida a partir del siglo XVIII, y los trabajos sobre la clínica, la patogenia y la terapéutica que se multiplicaron durante el siglo XIX, la consideraban como un estado del cuerpo ligado a problemas funcionales que afectaban el metabolismo de las grasas. El conocimiento médico, junto a otras formas de conocimiento, incluye concepciones y prácticas que están en dependencia de los determinantes histórico-sociales en que se dan y que son constantemente renegociadas. Dichas construcciones condicionan las diferentes maneras de percibir y representar el cuerpo, la comida y la enfermedad. El fenómeno de la lipofobia se consolida a lo largo del siglo XX en coincidencia con la consecutiva transformación del status epistemológico otorgado por la medicina a la gordura y con la promoción de la delgadez. Hoy, los juicios negativos sobre la gordura son mayoritariamente compartidos. En esta negativización han tenido un papel relevante la moral del Occidente cristiano, que reclama prudencia y mesura en la comida y menosprecia la glotonería; la evolución del conocimiento científico, al demostrar la estrecha relación entre dieta y salud, y los cambios habidos en las representaciones del cuerpo, que han convertido la delgadez en signo de salud y distinción social y la obesidad en todo lo contrario. Todos estos procesos se han ido retroalimentando entre sí. La canonización del cuerpo delgado ha ido acompañada de una transferencia de valores de la que el estamento médico ha sido el beneficiario, en detrimento de la autoridad religiosa. El Bien, los ideales de la perfección, de pureza, que antaño se correspondían con valores trascendentales, ahora se corresponden con una buena salud corporalmente idealizada. El Mal, los pecados, tales como el abandono a los apetitos del cuerpo, la glotonería, la lujuria, la pereza... ya no son castigados con el infierno después de la muerte, sino que conducen a infiernos más inmediatos: la enfermedad, el envejecimiento, la gordura... todos ellos signos patentes de pecados contra la higiene corporal y alimentaria. Aunque la medicina ha señalado numerosas causas funcionales relacionadas con la acumulación excesiva de grasas (metabólicas, genéticas, medicamentosas, hormonales) los gordos, en adelante, van a ser vistos como grandes comedores, es decir, como personas que se sobrealimentan. Esta concepción está ligada, en parte, a la interpretación moral que la ciencia ha hecho de las denominadas sociedades de la abundancia. La actual definición de la obesidad como enfermedad debida a la acumulación excesiva de grasa coincide, curiosamente, con el único período de la historia de la humanidad en que la profusión alimentaria se ha hecho posible en determinados contextos, fruto de los cambios ocurridos durante el siglo XX en la producción, distribución y consumo de los alimentos. La gordura, asociada a la macdonalización y a la cocacolización de la sociedad, no es más que una especie de “tara” que acompaña el proceso civilizatorio. La imaginería patológica que rodea la obesidad sirve, en realidad, para expresar una preocupación por el orden social, adquiriendo un sentido punitivo. En este caso, es síntoma de una sociedad que va mal, y las personas gordas, en tanto que transgresoras del orden, deben ser reprendidas. Al compás de la normativización dietética y corporal, la estigmatización de los gordos ha ido en aumento, acusados de ser una especie de delincuentes nutricionales. Aunque discursivamente se acepta que la diversidad física es un valor y un trazo característico de los seres humanos, en el caso de la corporalidad, saltarse la norma por exceso constituye casi un delito. De hecho, de los dos estereotipos que según Fischler se han construido en Occidente en torno de la gordura –el gordo goloso, aceptado socialmente por simpatía, y el gordo glotón, rechazado por ser egoísta y ocioso–, ha triunfado finalmente el segundo, entendiéndose que las personas obesas comen desenfrenadamente, transgrediendo las normas del compartir y de la disciplina. La delgadez no sólo es presentada como atractivo sino que se asocia con la mesura, el esfuerzo y la disciplina. En cambio, la gordura es considerada física y moralmente insana, obscena, propia de perezosos y de glotones. Las evaluaciones positivas y negativas del físico se proyectan, por inferencia, a los patrones típicos de conducta correlacionados con atributos morales: autocontrol y autoindulgencia, respectivamente. El resultado es semejante al que se produce entre otros colectivos estigmatizados: los gordos terminan siendo discriminados por sus atributos físicos y de comportamiento, con efectos específicos en las relaciones personales y de vida cotidiana. Si, como hemos dicho antes, la lipofobia es el temor o rechazo sistemático a las grasas o a engordar, el lipofobismo surge del trato discriminatorio que las personas reciben por su condición de gordo.

¿Cuerpos gordos, cuerpos enfermos? Incorporar la enfermedad, vivir las incriminaciones
El cuerpo puede ser contemplado como un proyecto individual a la vez que social. Es una entidad dinámica y en proceso de construcción, con medidas y formas más o menos cercanas o alejadas de aquello que, en un momento dado, se define y se vive como un cuerpo aceptable o deseable. Así, el cuerpo siempre contiene una carga semiótica que es convenida, leída e interpretada por los otros y por uno mismo. Entre quienes definen e interpretan el cuerpo están los profesionales de la salud y los pacientes obesos. La ambivalencia acompaña la definición de la obesidad como enfermedad y de las personas obesas como enfermas. Si desde la concepción biomédica los jóvenes gordos son considerados, por un lado, víctimas de una sociedad consumista y permisiva, y por lo tanto enfermos, por otro lado también son identificados como personas que transgreden los modelos normativos para evitarla –la dieta óptima y el ejercicio físico– y, en este sentido, son vistos como culpables. Así, si bien es cierto que el concepto de enfermedad suele implicar una exculpación al paciente respecto de su estado patológico, en el caso de la obesidad este requisito no necesariamente se cumple. Entre quienes discuten sobre las causas de la obesidad, están los que mantienen que ésta tiene, en parte, un carácter autoinfligido debido a los malos hábitos alimentarios y al consumo excesivo de comida, de tal forma que los obesos no deberían ser exonerados de su responsabilidad. Mientras que durante la infancia la responsabilidad de estar gordo se fija, sobre todo, en torno de la familia y sus hábitos alimentarios y de la actividad física, durante la adolescencia y la juventud la culpabilidad se subjetiviza y la causalidad se fija en relación con la adecuación, o no, de las conductas individuales. Las motivaciones no racionales que guían las elecciones alimentarias de los jóvenes, la falta de educación nutricional o el ejercicio regular insuficiente son los argumentos biomédicos más comunes para explicar, de forma limitada, el aumento de la obesidad juvenil. La gordura ha ido adquiriendo sus cualidades negativas a través del modo en que la sociedad la ha ido interpretando. La biomedicina ha legitimado una forma particular de concebirla a través de su medicalización. La mayoría de los médicos de los centros asistenciales catalanes menciona la concurrencia de factores endógenos –genéticos, hormonales, metabólicos– en el origen de la obesidad: “hay gente que engorda más y otra que no engorda comiendo lo mismo… probablemente hay un componente genético, pero no lo sabemos medir…” (endocrinóloga). Algunos apuntan que el desequilibrio energético puede deberse a cuestiones funcionales: “las causas de la obesidad son multifactoriales. No sólo es comer mucho y no quemar, es comer mucho, no quemar y tener un metabolismo que te predispone a estar así…” (pediatra), e incluso reconocen ciertos límites en la constatación de que la obesidad sea inexorablemente una enfermedad: “hay cosas que se dan por ciertas que tampoco están demostradas, no todo el mundo que tiene sobrepeso está enfermo… no sé si tampoco es muy conveniente demonizar a esta gente, en el sentido de hacerla entrar en la dinámica de una enfermedad” (médico de familia). No obstante, este planteamiento relativista es muy infrecuente entre los clínicos, sobre todos entre los médicos especializados en nutrición y las dietistas, y lo más común es centrar la etiología de la obesidad en torno de los factores externos y, en particular, en la cantidad de comida consumida.

Aunque puntualmente se nombran los ya consabidos motivos ambientales como agentes explicativos: “tenemos transporte, ordenadores… la gente no camina…” (médico nutricionista), el origen del problema se traslada fácilmente hacia las conductas individuales y, en particular, a lo que se consideran estilos de vida inadecuados, como si éstos no dependieran, a su vez, de factores estructurales: “el obeso es una persona que consume el máximo y gasta lo mínimo” (endocrinólogo). Efectivamente, se cree que la principal causa de la obesidad es la ingesta excesiva de alimentos pocos saludables. A un exceso de grasa, le corresponde un exceso de comida. Los jóvenes, según buena parte de los clínicos, no saben o, sobre todo, no quieren comer correctamente. Les falta disciplina familiar y voluntad personal: “los hábitos alimentarios adquiridos en casa son muy importantes, si no se los educa desde pequeño y se les consiente todo lo que les gusta… Ellos tiran por lo cómodo, por lo que el paladar acepta mejor, que son los azúcares, las grasas… Si en la familia no hay autoridad para decir basta, ellos comen lo que quieren…” (endocrinólogo). Para los médicos, entonces, los jóvenes obesos son “hijos” de la sociedad de la abundancia y del fast-food, pero sobre todo de una época donde, tal como la conciben, faltan límites y sobran complacencias paternales: “muchos padres vienen excusándose, que si lo han intentado todo, que no hay manera de hacer que los hijos coman verdura o pescado... Pues si los padres no se imponen, nosotros, ¿qué vamos a hacer? (médico de familia). Este énfasis en lo individual favorece, por un lado, la inculpación de padres e hijos por su incapacidad de actuar de forma racional y, en consecuencia, legitima su intervención sanitaria: “si no saben comer, habrá que enseñarles” (dietista). Asumir que la obesidad es una enfermedad obliga a los médicos a intervenir y a los pacientes a seguir un tratamiento. Aunque la intervención médica puede incluir fármacos y cirugía, el tratamiento más común para bajar de peso consiste en la prescripción dietética. Si el problema se deriva del desequilibrio entre calorías consumidas y gastadas, hacer dieta parece la solución más lógica para corregirlo. La rehabilitación nutricional es un eje central alrededor del cual giran los tratamientos contra la obesidad. Su objetivo es, en todos los casos, promover que los pacientes alcancen y mantengan su peso normal y adopten hábitos alimentarios saludables. En el mismo sentido, dicha rehabilitación es vista por los médicos como un elemento indispensable para asegurar que los pacientes superen su enfermedad, tanto desde un punto de vista físico, como psicológico y social. Ellos consideran que la dieta debe seguirse durante meses o años, si es necesario, ya que proporciona a los enfermos seguridad, pone orden en sus vidas y les ayuda a combatir su obsesión por la comida y el peso: “Lo que hacemos es educación, dieta, ejercicio… introducimos fármacos si conviene, o valoramos la cirugía bariátrica... [pero la solución] es una dieta sana, equilibrada y no [para hacerla] un mes ni dos, sino que es una cosa para toda la vida” (endocrinóloga ).

El establecimiento de la dieta óptima y la regulación del peso como principal herramienta terapéutica apelan a la adquisición individual de una competencia nutricional. Se trata de un doble proceso, de medicalización y de moralización, según el cual hay que cambiar los “malos” hábitos alimentarios de la población juvenil y transformarlos en un nuevo conjunto de prácticas conformes a las reglas científicas de la nutrición, más racionales: “no solo se ha de comer bien por motivos de salud, uno se siente mejor, más en forma, si come correctamente” (dietista). Desde esta lógica, el sobrepeso ya es percibido como la antesala de la obesidad y las personas con unos kilos de más como preenfermos: “probablemente un exceso de grasa que no provoca, demostrablemente, problemas físicos es un estado prepatológico” (médico nutricionista). Esta idea del continuum en la ganancia de peso a lo largo del ciclo vital como inevitable y, por tanto, de la mudanza del sobrepeso a la obesidad es comúnmente referida: ”está clarísimo que el sobrepeso, si no te cuidas, es un preámbulo… un sobrepeso a los 20 años en la edad adulta probablemente sea una obesidad de grado I” (pediatra). El fin de introducir una rutina dietética parte de la creencia de que los pacientes tienen hábitos alimentarios desestructurados, basados en atracones o dietas restrictivas autoimpuestas que no tienen ningún fundamento racional. El objetivo final es inculcarles hábitos saludables a través de la denominada “dieta óptima”, la cual es administrada como si de una medicina se tratara: “Intentamos incidir en modificar el patrón de actividad física y el hábito alimentario. Pero la predisposición a la obesidad la tendrá siempre, la dieta es como su medicina” (pediatra). Se trata de una comida-medicina que, sin embargo, se prescribe sin tener en cuenta los constreñimientos sociales y económicos de los pacientes, los cuales pueden estar determinando, por múltiples razones, la propia viabilidad de la prescripción. Si los hábitos inadecuados han llevado al paciente a la gordura, del mismo modo el fracaso del tratamiento se atribuye a su actitud y al incumplimiento de las indicaciones recibidas. Esta consideración permite al clínico eliminar su responsabilidad en el malogro de la intervención terapéutica: “la obesidad es una batalla. Se entiende que tengan dificultad… pero las dietas están aquí para hacerlas… la gente no es consciente, la fuerza de voluntad es una cosa que se ha perdido” (endocrinóloga). La incapacidad de seguir las recomendaciones o de “hacer caso” es vista por todos los especialistas como aquello que hace fracasar un tratamiento. De hecho, el obeso es un paciente desobediente: “El problema que tienen es que no son capaces de cumplir las recomendaciones, no tienen voluntad… El éxito terapéutico es muy bajo. [La endocrinología] es una especialidad muy poco agradecida…y, además, la mayoría de la gente que viene a la consulta no está nada dispuesta a mejorar o a esforzarse por mejorar” (endocrinólogo). Ningún médico se ha planteado que el resultado adverso provenga de su intervención, en el sentido de que la prescripción dietética puede no ser la mejor –o la única– solución para determinados pacientes o tipos de obesidad: “Un fracaso en el tratamiento siempre es cuando se indica un tratamiento y no funciona. Si el paciente ´no quiere´ iniciar el tratamiento, como seguir la dieta, eso ¿es un fracaso del tratamiento o una falta de conciencia?” (pediatra). Son los pacientes quienes, por falta de predisposición o conciencia, dificultan la resolución de su enfermedad y acaban cuestionando, así, la función terapéutica del especialista. La incriminación social y médica a la que hoy se someten las grasas y los gordos es compartida por la mayoría de los jóvenes entrevistados quienes, en general, apenas se ven aliviados por el hecho de que la obesidad se haya convertido en una enfermedad: “pese a haber sido siempre obeso, jamás me he acostumbrado a esta condición. Es difícil tolerar los comentarios sociales, es difícil soportar los comentarios de mis padres y de mi esposa, es difícil hacer entender a los demás que la obesidad es un problema médico y no sólo un problema de la personalidad” (Sila, 31años). No constituye un medio para su exculpación porque tampoco los profesionales de la salud consideran que las personas con sobrepeso sean simples víctimas de una sociedad consumista y permisiva. Al contrario, el énfasis biomédico puesto en que el origen de la enfermedad depende de la capacidad de normativizar el comportamiento alimentario (el proceso de nutridietización señalado por Navas) constituye el argumento más usado por los jóvenes para inculparse por estar gordos. Las dificultades vividas por tener un cuerpo alejado de los estándares médicos y sociales, muestran que la gordura deviene una “barrera” en las relaciones interpersonales y, a la vez, es una puerta de acceso a la estigmatización y los tratos discriminatorios, pudiéndose convertir en una importante fuente de insatisfacción y aislamiento. Goffman entiende la estigmatización como un proceso que tiende a desacreditar a una persona en tanto que es calificada como “no normal” o “desviada”. Esta desacreditación, que se produce interaccionalmente, proviene de aquellas personas que, por el contrario, se consideran normales. Durante la construcción del estigma, aparecen formas particulares de discriminación y exclusión social. La persona afectada, según Goffman, asiste a un fenómeno de reducción: el atributo que lo estigmatiza deviene central. El resto de los atributos aparecen secundarios. Los estigmatizados permanecen cerrados en un círculo vicioso, ya que a menudo acaban aceptando como normales los juicios negativos hechos por los otros. En el caso de las personas obesas, esta aceptación contribuye a su propia desvalorización y aislamiento social, pero especialmente a considerar legítimos los tratos discriminatorios. Es así como el proceso de estigmatización transforma las víctimas en culpables: “mis hobbies son la televisión, jugar a la play o al ordenador… suelo pasar seis horas diarias en esta habitación. En general sí que tengo remordimientos… cuando estoy en medio de un juego pienso que tendría que estar caminando” (Carles, 15 años). El abandono o el descuido personal motivado por dificultades particulares también se expresa como causa del aumento de peso. Dicho abandono se entiende como un estado derivado sólo de su comportamiento y es utilizado también como argumento inculpatorio: “te vas dejando, vas engordando… Sí, la culpa es nuestra. Yo me engordé veintidós kilos con el embarazo… después, al separarme, tuve una depresión muy grande y aumenté de peso… No tenía ganas de nada. ¿Qué hacía? ¡Pues comer! Claro que es culpa nuestra”. (Irene 35 años). La persona obesa, incorporando estos juicios, se asume como un sujeto capaz de controlarse y seguir las normas: “tienes un sentimiento de culpa, de impotencia, de rabia contigo misma y a la vez de vergüenza” (Laura, 34 años). La vergüenza es recurrente porque, en cierto modo, se sienten como pecadores incapaces de no caer en la tentación de comer: “la obesidad es fruto de no haber hecho el esfuerzo o de haberme descuidado” (Pau, 32 años), y como personas débiles por dejarse llevar fácilmente por los demás: “siempre me he criado igual, picoteando, porque mi madre ya lo hacía y, por tanto, yo también” (Mercè, 23 años); “lo mío es genético, pero luego están los malos hábitos alimentarios… Yo llegué a pesar 160 kilos, eso no es genética…” (Celia, 28 años). Hay algunos jóvenes que disienten con la etiqueta utilizada por los clínicos al considerarlos “grandes” comedores o sujetos “pasivos”, y subrayan que existen otras razones no conductuales que explican su ganancia de peso al margen de su voluntad: “hay gente que con lo que come podría estar supergorda y está muy delgada. Yo misma, no como mucho, más bien como poco” (Silvia, 15 años). Sin embargo, la resignificación de la gordura como enfermedad debida al “exceso” es tan contundente que apenas deja espacio para replicarla. Incluso en aquellos casos en los que la biología es la principal causa o se practican estilos de vida saludables, la duda sobre el autocontrol del paciente se impone: “se piensan que no sabes cuidarte, que no sabes comer… Que el problema eres tú porque comes demasiado, picas entre horas… Y esto es mentira. A mí, el estrés me engorda. Si tienes algún problema de tiroides, como yo, todo lo que coma me engorda el doble… De esto nadie se da cuenta. Voy en bicicleta, camino por la calle, hago natación… y me cuesta muchísimo perder algo de peso… Todos me ven como una gorda más…” (Yvonne, 33 años). Esta desconsideración de la heterogeneidad causal y las experiencias controvertidas de los pacientes convierten a la comunidad médica en otro agente estigmatizador y en una coartada más para el lipofobismo. El lenguaje nunca es neutral y el reconocimiento de la obesidad como problema sanitario se ha acompañado de significados ambiguos. Allué remarca la transcendencia de utilizar unas palabras y no otras en contextos de discapacidad y diferencia. Pero, ¿cuáles se han de evitar en el abordaje de la obesidad? Apenas hay margen. El adjetivo “obeso” comparte las mismas connotaciones negativas que “gordo”, porque ambos se han construido en mutua dependencia, compartiendo imaginarios culturales sobre lo que es bueno o malo en relación con el cuerpo y la comida. Aunque los obesos son un grupo minoritario de personas con sobrepeso, hoy por hoy, el discurso de los profesionales sanitarios no discrimina entre los diversos grados de sobrepeso y obesidad y, en consecuencia, entre los mayores o menores efectos del peso en la salud. Ambos términos están más cerca del insulto burlón que de la enfermedad, de manera que el atributo físico de ser gordo u obeso adquiere relevancia hasta eclipsar el resto de atributos personales: son sinécdoques recurrentes. Charo (15 años) habla de las cosas que le dicen: “no sé, te llaman gordo…”. A gordo, obeso, se añaden vaca, foca, ballena, mastodonte, Mobby Dick; todos estos calificativos han sido escuchados por los jóvenes recurrentemente, penalizándolos en su vida cotidiana al compás que aumenta su corpulencia. Se han burlado de ellos, han tenido pocos amigos, han salido menos a divertirse. Los pacientes explican que ni siquiera los eufemismos usados por los profesionales de la salud durante el tratamiento los alivian. Los términos para describir sus cuerpos que suavizan la contundencia de las palabras y evitan el estigma “grueso”, “fuertote”, “constitución corpulenta”, “sobrepeso”, “grande”, reafirman, irremediablemente, los significados negativos tejidos en torno de la obesidad. “..Tengo treinta años y hace casi veinte que soy “doble”, obesa, gorda, como quieras decirlo, ¡soy gorda, soy una gorda obesa!” (Celia, 28 años).

Discusión
Vistas algunas de las consecuencias de problematizar las prácticas corporales y alimentarias, conviene relativizar sobre la universalidad o la particularidad atribuidas a ciertas categorías y síntomas. Es el caso, por ejemplo, de asociar inexorablemente la gordura con la enfermedad. En este texto hemos insistido en que las concepciones biomédicas no pueden entenderse con independencia del contexto histórico-cultural en que se producen. En las denominadas sociedades de la abundancia, el proceso de medicalización que ha llevado a establecer los actuales patrones de normalidad dietética y corporal ha coincidido con el incremento de las definiciones de patologías alimentarias. Si la anorexia y la bulimia nerviosa aparecieron como enfermedades mentales cuando la medicina y la psiquiatría se esforzaron por definir clínicamente los síntomas individuales de “dejar de comer” o del “temor a engordar” y de crear, sobre esa base, nuevas categorías nosológicas, algo semejante ha ocurrido con la obesidad. La creencia de que su origen responde, principalmente, a un balance energético positivo entre calorías consumidas y gastadas ha contribuido a legitimar la imagen de que las personas obesas son “grandes comedoras” y de que la gordura es un problema principalmente conductual relacionado con “comer en exceso”, tener un “apetito desmesurado” y ser “pasivo”. En el caso de la obesidad juvenil, a esta concepción se añade la consideración de que las elecciones alimentarias de los jóvenes están condicionadas por gustos y preferencias que, alentadas por un entorno consumista y permisivo, se alejan de los criterios racionales que han de guiar las prácticas convenientes para la salud. La gordura identifica a la sociedad de la abundancia y representa, metafóricamente, algunos de los males de la modernidad. Considerando que la profusión de comida “basura” y el sedentarismo son los que engordan e inmovilizan a los jóvenes hasta enfermarlos, se han propuesto medidas para atajarla que, sin embargo, no afectan a los factores estructurales causales. Al contrario, dichas medidas se han centrado en la proliferación de mensajes antiobesidad y en la apelación a los cambios conductuales y a la responsabilidad individual, concibiendo así la obesidad como una enfermedad que puede y debe evitarse.

La etnografía muestra que la mirada intransigente hacia la obesidad deviene una reprobación de todo el entramado social. En la legitimación de las incriminaciones que reciben las personas gordas por su peso corporal y en la encarnación del estigma influyen las industrias de la moda, la cosmética o el body building, que se recrean en la promoción de la delgadez corporal, pero también el discurso biomédico cuando asocia la obesidad a malas prácticas alimentarias y actividad física. Todos los agentes han convertido el cuerpo sin grasas, lipofóbico, en sinónimo de salud, disciplina y belleza, mientras que la gordura representa todo lo contrario. En la actualidad, desde que nacen, y por tanto desde la infancia, los cuerpos devienen objetivos sobre los que se incentiva el individualismo y el autocontrol, y la biomedicina ha contribuido a ello de forma particular. Aunque el discurso de los profesionales apunta una casuística corporal muy elevada entre los jóvenes diagnosticados, que hace suponer que la acumulación de grasa se produce por diversos motivos (biológicos, sociales, psicológicos), en la práctica apenas se interroga por el índice de masa corporal y sobre qué y cuánto se come. Ese es el hecho: los jóvenes gordos se alejan del cuerpo aceptable y deseable encarnando constreñimientos personales que hacen a cada uno “responsable-culpable” de su peso. Así lo perciben desde sus más tempranas experiencias corporales, cuando desde niños aprenden que ser gordo constituye un atributo negativo incorporado por ellos mismos. El alejamiento del cuerpo normal se percibe como un acto que transita entre el capricho y la voluntariedad; de ahí que el progresivo reconocimiento de la obesidad como enfermedad y de los obesos como enfermos por parte de la biomedicina no haya servido para exonerarlos. En los jóvenes pacientes está el origen y la solución del problema. Por eso, estar gordo es vivido, a la vez, como pecado y castigo, ya que representa tanto la trasgresión normativa de las prescripciones biomédicas y sociales como la sanción que causa su dolor físico y moral. Envueltos por un entorno que practica sin piedad el lipofobismo, los jóvenes gordos acaban aceptando las evaluaciones negativas de los otros, desconsiderándose a sí mismos y asumiendo, no sin incomodidad ni vergüenza, el mea culpa.



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